El secreto silenciado y sus secuelas
Se calcula que 4 de cada 10 nicaragüenses han sufrido abusos sexuales en su infancia. Yo soy uno de ellos. Fui abusado sexualmente en varias ocasiones, antes de alcanzar mis 11 años, por Claudia, trabajadora doméstica que me cuadruplicaba la edad y que además, gozaba de la plena confianza de mis padres y otros excesivos privilegios que ninguna trabajadora doméstica suele tener. Era una especie de ama de llaves altanera y amargadamente “amable”.
La experiencia de abuso en mi caso incluyó sensaciones de placer genital. Siempre minimicé este evento, hasta lo llegué a naturalizar interiormente como “iniciación sexual temprana”. Nunca lo olvidé, ni un solo día. Hoy sé que mi mundo interior se rompió desde entonces.
Padecí a los nueve años mi primera depresión, tuve episodios de culpa intensa que no entendía y una sensación de ser un sucio juguete dañado. Abusar de un niño es alterar todo su sistema afectivo, su autopercepción: el cerebro y el corazón están predispuestos a esa temprana edad a aprender. Injustamente, al violar sus límites corporales y psicológicos, al niño se le enseña que no posee límites en su intimidad. Las secuelas son devastadoras.
El asunto de límites rotos salpicó muchos planos de mi existencia. Mi incapacidad de decir “no, no quiero” a los demás me hacía jugar el papel de ayudador permanente, mi casa y mi cuarto por temporadas era una sala de visitas, trabajaba hasta agotarme en nombre de la justicia social mientras mantenía adicciones, me dejaba llevar por emociones ajenas, viví comúnmente rechazo a la comodidad que aportan los bienes materiales: mi niño herido creía que este “trozo de materia que soy” no merecía nada.
Como adulto sobreviviente creé para mí y para los demás una máscara de prodigalidad y fortaleza ideológica, fue necesaria para seguir vivo. El silencio lo rompí parcialmente a mis 28 años de edad (tengo hoy 33). Hablé por primera vez de mi historia de abuso infantil después de caer en una crisis existencial rodeada por una relación afectiva de codependencia, adicciones, vínculos destructivos, aislamiento autoimpuesto y postergación de mis sueños personales más íntimos. Fui diagnosticado con depresión severa mayor en ese primer momento. Literalmente estaba desrealizado y despersonalizado: sentía que ya había muerto, mi cuerpo ardía en fuego vivo, mi cabeza estaba llena de vidrios molidos y voces, las percepciones de mi mente giraban en torno a pánicos incontrolables, cambios de humor bruscos, insomnios prolongados y reacciones conductuales que no tenían que ver nada con el acontecer del entorno. Tuve conciencia de lo que me sucedía, pero estaba en un pozo. Sacaba voluntad de donde no había ganas ni de respirar. Entre desaciertos y aciertos, nunca me di totalmente por vencido. Dos años después de dicha crisis, se confirmó el diagnóstico de bipolaridad.
A partir de ahí, en los últimos cinco años he venido reconstruyéndome como quien une con pega “loca” los tucos de un espejo hiriente para poder encontrar su reflejo. Hasta hace poco he roto el silencio en mi entorno cercano sobre la identidad de la persona que abusó de mí. Cuando lo hice, inmediatamente mi familia y mi compañera de vida actual me creyeron. Que te crean da un alivio enorme. Que no te crean, te destroza. Se hizo un plan con la asistencia de un especialista para alejar a la abusadora de mí, ya que todavía trabajaba campantemente en casa de mi padre. Es difícil de explicar, pero el pacto de silencio con la agresora era un embrollo psíquico complejo, cargado de contradicciones y nudos sarrosos.
-Mi estrategia natural de sobrevivencia
En mi caso, la estrategia de sobrevivencia que eligió mi alma fue siempre adherirme a ideologías y prácticas extremistas de justicia social: solía trabajar en organizaciones sociales de izquierda militante y estar al servicio de los demás y sus problemas. Terminé quemándome. No veía mis propias necesidades porque no podía ver mis heridas. Todo lo proyectaba exageradamente en temas sociales.
-Mi proceso en marcha
Mi proceso de sanación no ha sido lineal en absoluto, ha habido crisis, logros y recaídas. Pero la determinación de continuar ha fraguado mi carácter y ha templado mi espíritu.
Mi camino lo puedo comparar a la línea de un electrocardiograma que, zigzagueante, no deja de avanzar. Esencialmente, puedo resumir que éste ha consistido en cinco cosas: 1. Honrar totalmente mi pasado de sobrevivencia porque he sido un león guerrero hasta hoy (fui víctima cuando niño, durante la crisis profunda tuve consciencia de ser sobreviviente y estoy empezando a dejar poco a poco el papel de sobreviviente para ser yo mismo: un ser humano cambiante pleno de presente); 2. Poner en primer lugar mis necesidades (físicas, emocionales, espirituales, económicas, etc.) y esforzarme cada día por satisfacerlas en lo que me sea posible, sanando conscientemente las secuelas del abuso, con límites sanos, paciencia activa. 3. Conocerme interiormente, bajarle el gas al perfeccionismo y aceptar toda emoción o aspecto que descubra en mí, sin juzgarme, sin causarme dolor extra innecesario; 4. Comprometerme de manera radical con el desarrollo de todos mis talentos creativos; y 5. Ser cada vez más selectivo en los vínculos interpersonales, reconociendo que a veces es necesario separarnos y distanciarnos de personas que queremos, pero que no son nutricias.
-Mi red de contención
Si no hubiera contado con el enorme privilegio de tener una red de contención emocional a lo largo de mi crisis depresiva mayor y resto de momentos difíciles, estuviera probablemente muerto. Agradezco profundamente a mi familia entera que, aunque desintegrada por la historia bélica de mi país, nunca ha perdido su unidad y amor incondicional en los momentos cruciales. Compañeras vinculadas a organizaciones nicaragüenses como Aguas Bravas y Yo te creo me han acompañado. Otras personas maravillosas me han compartido información práctica y sus propios testimonios de sanación de abusos. La contención es una prueba de que la sanación individual es parte de un proceso colectivo mayor.
-Lecturas sanadoras
Tengo la bendición de tener vista y poder leer. Hay textos medulares que han sido amigos íntimos de consulta, yo les llamo mis “bombas atómicas de sanación”, son cinco: “El coraje de sanar” de Laura Davis y Ellen Bass; “Mujeres que corren con los lobos” de Clarissa Pinkola Estés, “Marcar límites/Respetar límites” de Anselm Grün; “Despertando el don bipolar” de Eduardo Horacio Grecco y “Sentados en el fuego” de Arnold Mindell. Los libros no nos sanan, es así, pero son herramientas complementarias para el trabajo interior que vamos haciendo cada día.
-¿Terapia y espiritualidad?
La ayuda terapéutica me ha sido fundamental en momentos de crisis. Puedo decir que los terapeutas que conocen el infierno en carne propia y han salido de él son quienes pueden acompañar procesos de manera adecuada. Me ha sido perniciosa la intervención terapéutica de profesionales incompetentes vinculados a supercherías de la Nueva Era: una psicóloga me dijo que fui “abusado por amor”, mientras una consteladora familiar me ubicó en el papel de un asesino ardiendo de culpa ajena sin sacarme del papel nunca y, por último, un psiquiatra afirmó que mi experiencia “no es abuso en sí porque venía de una empleada doméstica supeditada a los posibles antojos sexuales de un varoncito”. Hay que dudar de todo terapeuta, dudar de toda terapia y de toda doctrina. Sea lo que sea que nos llegue a la mano: aquello que nos empuja a canalizar lo que realmente estamos sintiendo, a darle espacio a nuevas emociones y a accionar en el presente es lo único que vale. El resto es basura. Sanar no es una gimnasia, sanar es ser responsables de nuestra propia vida y asumir sus retos cotidianos. Lo ideal es que un especialista en abuso sexual infantil aborde el proceso horizontalmente, de lo contrario el abuso puede repetirse desde el poder de la silla del terapeuta. Lo peor: hacer migas con el terapeuta, inmediatamente lo descalifica como tal.
“El abuso -me decía una vez una escritora sobreviviente de incesto- me partió en dos”. Tengo muy pocas cosas claras en la vida. Una de ellas es que la vida es muy breve y que merezco vivir de forma saludable; la otra es que el perdón que sí me es útil es el autoperdón, exclusivamente ése.
Las religiones y las prácticas espirituales, casi sin excepción, han vuelto pecaminosa la rabia, el enojo, la ira, la sed de venganza retributiva. A mí me fue de gran ayuda por un tiempo unirme a un grupo cristiano que aplica los 12 pasos de Alcohólicos Anónimos, pero al cabo de un tiempo descubrí que no me resultaba sano agregar culpas extras a la culpa infantil que, de origen ya, no me pertenecía, ni mucho menos seguir sofocando la rabia contenida durante tantos años. Así que, agradecido, lo abandoné.
Los y las indígenas lacandones encarnan el concepto vivo de la “digna rabia”. La rabia, cuando se canaliza cotidianamente, sin padecer culpa, sin hacernos daños ni dañar a otros, es altamente curativa y dignifica el espíritu. El niño herido habita en el adulto sobreviviente y quiere ser defendido. Dentro de uno existe una gigantesca fuente de rabia que, muchas veces, por no encontrar vías para su debida expresión, termina por generar síntomas corporales o trastornos psíquicos graves. La depresión es odio a sí mismo, pero al odio hay que verlo, aceptarlo sin tapujos religiosos y dirigirlo hacia las y los agresores. Las grandes crisis nos llegan para invitarnos a hacer cambios contundentes y ajustes de creencias.
Mi sanación interna se ha activado desde la vía de la ocupación laboral, el ejercicio físico, la creatividad expresiva en todas sus formas, el contacto continuo con ambientes naturales, el cuido de la nutrición y sentarme a respirar en silencio (zazen). La sanación es un acto de voluntad tan personal, tan único como posible, real. El entorno en que nos movemos y los hábitos que absorben nuestra atención son determinantes.
Cuando uno ha roto el silencio calcificado sobre un secreto doloroso del pasado, sanar es irreversible y el poder personal aumenta. Obvio: se necesita personas aliadas que NO nos carguen, pero sí que nos animen. El proceso agudiza la consciencia de sí, mi proceso va en marcha junto a la vida misma. Romper el silencio me brindó la posibilidad de zurcir el mundo roto, prevenir traumas de abuso en el futuro de las familias que me rodean y en la comunidad en la que vivo.
La neurociencia ha comprobado que el proceso de sanación de abusos sexuales en la infancia dura toda la vida, pero quienes afrontan conscientemente dicho proceso modifican significativamente sus percepciones. Luego de cinco años de trabajo interior, entre subidas y bajones, puedo dar fe que una vez que se ha avanzado con voluntad, sinceridad y pies sobre la tierra, las heridas duelen mucho menos, dejan de supurar pus y, por fin, comienzan a cicatrizar.
Cuando me preguntan a qué “religión” o “ideología política” pertenezco, respondo sonriendo: “Soy devoto de Lo Que Es. Pertenezco al Clan de las Cicatrices”.
Escrito por Ezequiel D´León Masís
* El autor es abogado, artista multidisciplinario y activista de derechos humanos.