Mis padres tienen horarios de trabajo muy irregulares y la señora que trabaja en mi casa llega de lunes a viernes, por lo que casi nunca me encontraba sólo en casa.
Sin embargo, con un cambio de horario, los martes podía quedarme sólo durante unas dos horas por la tarde, así que planificaba lo que iba a hacer en la tarde y empezaba a mover las piezas. Me tomó varios martes lograr lo que pretendía, pero después de varios intentos conseguí que una maje llegara a la casa a esas horas.
Mi corazón latía rapidísimo. Sentía las piernas débiles y con cada ruido que escuchaba en la calle me asomaba por la ventana a ver si era ella. Hasta que llegó y la hice entrar. Para entonces tenía 14 años y ella 21. De más está decir que mi nerviosismo me mataba y, por eso, cuando ella llegó nos fuimos al lugar que estratégicamente había pensado para estas actividades: el cuarto más cercano a la salida.
Cuando comenzó todo, los seis años de diferencia nosotros era notable y fue ella quien tomó la iniciativa. Empezamos a besarnos. Yo no sabía bien lo que hacía pero nos empezamos a quitar la ropa hasta quedar completamente desnudos. De la emoción y las prisas no me percaté que no había comprado condones, pero es que la verdad no pensaba tener sexo ese día ni que iba a llegar tan lejos.
Estaba muy excitado; había visto suficientes tutoriales en Internet para saber lo que seguía después de la sesión de besos (sí, porno). Todo este tiempo yo estaba arriba, así que rápido bajé y me aparté un poco para apreciarla bien. Era la primera vez que veía una vagina completa, me acordé de los tutoriales y decidí acercarme para darle sexo oral.
Ya sabía cómo hacerlo. Había aprendido a sólo sacar la lengua y hacerlo igual que en la porno, pero cuando sentí el contacto de mis labios con sus labios —vaginales—, una combinación de ácido con amargo me golpeó el paladar. Me sorprendió este sabor porque jamás imaginé que era algo tan desagradable. Claro, ella lo disfrutaba —o supongo que lo hacía— así que seguí un momento más para no quedar mal. Luego me alejé y continué besándola. No llegó a más.
Tras ese incidente me dediqué a investigar para saber si todas las mujeres “sabían igual”, pero toda esa investigación fue en vano porque me había declarado en rebeldía contra el sexo oral.
El sabor entre las piernas
Fue hasta después, en una relación más seria, que lo intenté otra vez. Quizás fue el amor o quien sabe qué pero ya no lo sentía desagradable. Al contrario, me excitaba mucho ver como ella lo disfrutaba. Sin embargo, me tomó un tiempo gozarlo a plenitud y desarrollar un apetito por la vagina; hacerlo con genuino entusiasmo, bajar por el ombligo, recorrer la entrepierna y rozarla con los vellos de mi barbilla; sentir los troncos de su vello público raspar mi piel; ver cómo ella se eriza mientras me acerco cada vez más a su vagina y luego me alejo, para luego volver y comenzar de nuevo y saciar su ansiedad, su deseo.
Encuentro muy excitante sentir esa leve contracción de su vagina mientras la rozo suavemente con el labio inferior; tocar sus senos, acariciar el espacio entre su ano y su vagina; aumentar la intensidad hasta que se mezcla la saliva con el jugo vaginal. Lamer, succionar, morder suavemente.
No hay nada mejor que sentir cómo ella se retuerce de placer; gime, grita, se arquea, te agarra la cabeza y te presiona contra su vagina o presiona tu cabeza con sus piernas. En momentos como esos no te importa que tus oídos zumben; que te falte el aire… Vos sólo querés lamer su clítoris, succionarlo, presionarlo; chuparlo y sentir su dureza.
Ahora sí siento que “le agarré el gusto”. Ya no me da asco sentir el sabor raro de una vagina. Al contrario, es en lo que menos me fijo. Sentir como la mujer se estremece, grita y me quiere arrancar el pelo mientras meto mi nariz entre sus piernas compensa todo y hacen que lo disfrute.
Con amor,
Tlazolteot
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