Hablamos con el escritor Sergio Ramírez sobre su libro: A la mesa con Rubén Darío, en cuyas páginas nos cuenta sobre la pasión gastronómica de Darío, un aspecto de su vida desconocido hasta ahora.
Tener el libro en la mano es casi una experiencia gastronómica. Ramírez no se equivoca al decir que quiso hacer de este libro «algo sabroso».
Para mí es una exploración de la cultura, yo soy un explorador permanente de la cultura. Todo libro es lenguaje y en este libro he querido conectarme con el lector a través de un lenguaje sabroso, digamos. Como si estamos disfrutando un mismo plato entre el que escribe y el que lee».
MF: ¿En qué se diferencia este libro a escribir ficción?
SR: «Yo tuve una primera experiencia con un libro que se llama Lo que Sabe el Paladar, que es un diccionario de la cocina nicaragüense y me costó muchos años de investigación.
Lo escribí porque siempre he sentido que la cocina es parte esencial de la cultura de un país, que somos lo que comemos y que no nos podemos separar de eso, además muchos platos de la cocina nacional están en extinción.
Siento que así como la cocina es parte de la vida de un país, un país no puede vivir sin memoria, entonces publiqué ese diccionario. Cuando yo digo que somos lo que comemos es porque cuando nos sentamos a la mesa estamos realizando un acto de cultura.
El hecho de cocinar siempre ha sido un ritual popular, lo que llega a las mesas refinadas nació de la expresión popular, la comida nicaragüense es una mixtura de países africanos, europeos, indígenas, se formulo ahí esa combinación de maíz, carne de cerdo, yuca, plátanos, chayotes, pipianes.
Los africanos revolvían las cosas y nosotros lo heredamos. Muy poca cocina se crea en los altos círculos sociales, sobre todo en una sociedad como la nicaragüense donde la comida diaria atraviesan todas las clases sociales. Habrá unos cuatro millonarios, pero aquí todo mundo come arroz, frijoles y queso».
MF: ¿Cómo llegó a relacionar a Darío con la cocina?
SR: «He escrito dos novelas en las que Darío es personaje: Margarita está Linda la Mar y Mil y una Muertes.
Entonces yo a lo largo de mi vida investigué la figura de Rubén Darío muy a fondo y logré hacer un fichero de casi 2000 fichas, no solamente filológica, sino de su vida, cómo se vestía, qué comía, a qué lugares iba.
Hice una excursión una vez en París para visitar todas las casas donde Darío había vivido, todas las casas de los distintos barrios, en algunas hay placas, en otras no.
Esto es perseguir un fantasma, alguien que ha encarnado al nicaragüense y que lo conocemos tan poco y para poderlo reflejar en la novela tenía que conocerlo por dentro y ahí me di cuenta de que Rubén tenía una visión de gourmet y veía la cocina como algo cultural.
Yo trato de explicar en el libro la diferencia entre gourmet y gourman. El gourmet no tiene que ser rico para comer diario en grandes restaurantes, sino que tiene ese gusto por la comida y que la aprecia.
Primero es parte de su vida y me parece que es una forma de comunicar al lector lo que Darío fue como persona, como un hombre que vivió su tiempo y en su faceta de cronista él escribía sobre todo los temas modernos, entre ellos la comida, politica, moda, carreras de caballos, aviones, es decir, todo lo que era la modernidad y entre estos aspectos entraba la comida.
De repente los libros van surgiendo y este libro se fue formando en mi cabeza y a medida que lo escribía me di cuenta cómo tenía que organizarlo y por último también entendí que este libro debería llevar un recetario de los platos que menciona Darío y si él lo menciona yo los fui a investigar».
MF: ¿Ha hecho alguna de las recetas?
SR: «No porque yo no soy cocinero. Yo soy un teórico de la cocina, me gusta la comida. Soy producto de esta cultura de mi tiempo en el que un hombre que entraba a la cocina era rechazado. ‘El macho no entra a la cocina’, porque se arriesga a tomar costumbres de mujeres, como si jugara con muñecas. Claro, hoy en día los grandes cocineros son hombres».
MF: ¿Pero cocina?
SR: «Por necesidad. Cuando hemos vivido temporadas en el extranjero, en Berlín, en París, Los Ángeles, Cambridge, por temporadas largas, hay que no solo lavar los platos, sino ayudar a preparar la comida. O prepararla solo, porque si mi mujer no está o está en clases de pintura a mí me toca preparar el almuerzo o la cena.
Yo lo que mejor sé hacer es el gaspacho andaluz, siento que domino bien hacerlo. Claro, que como todo plato es cuestión de equilibrio, como en el arte. Ir probando el punto, que es lo que hacen los grandes cocineros. En Berlín aprendí a cocinar spaguettis y pizza: yo hacía la masa. Un amigo venezolano que había vivido en Italia me enseñó cómo hacer la masa, entonces en el invierno hacía la masa y la salsa para la pizza y me gustaría poder cocinar milanesa.
Es encontrarle los tonos a la comida más sencilla… He comido muchas veces en mi vida comida refinada, en los restaurante más refinados generalmente porque me han invitado (risas)».
MF: ¿Estando aquí qué come?
SR: «Mi comida aquí es muy sencilla. Yo desayuno acá muy ligero, yogurt griego, jugo de naranja y un café. Me gusta mucho la carne en vaho, es mi plato preferido, el guapote entero o frito o el pargo, el pescado sin espinas. Cada vez que voy a Masatepe, donde mis primas».
Escrito por Malva Izquierdo en colaboración con Francisco A. Soza