Lissania Vatra, Dalia Chévez y Natalia Domínguez nos cuentan sobre su experiencia como gestoras centroamericanas de espacios culturales en una región donde trabajar en el gremio del arte y la cultura es todo un reto.
Lissania Vatra
«Gestora cultural, artista multidisciplinaria, dramaturga y performista en constante exploración. Activista jurídica feminista que vincula el arte a los procesos culturales de conocimiento, uso y transformación del derecho hacia la construcción de otros performances».
El trabajo creativo de Lissania se caracteriza por la adopción de símbolos y estéticas disruptivas que invitan a cuestionar, vinculando el arte con la filosofía, el error y la poesía.
Asimismo, el performance de Lissania explora desde el lenguaje corporal la eterna disputa por el poder sobre el cuerpo, la vida y el arte como tal, donde ha realizado exploraciones con arte objeto e instalación.
Como gestora cultural, en la actualidad trabaja en dos iniciativas, la primera de ellas Proyecto Va Querer, un espacio que trabaja a partir de una política de autocuidado y las artes mixtas en la promoción del derecho a la información salud sexual y reproductiva con jóvenes y adolescentes.
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Con Proyecto Va Querer también trabaja temas como el derecho al descanso, salud mental y acceso al arte y la cultura, atendiendo poblaciones que se dedican a las tareas de cuidados, haciendo especial énfasis en mujeres, población LGBTIQ+, neurodiversidades y también incorporando lentamente el trabajo con personas sordas o en situación de discapacidad.
«La otra iniciativa es ‘La Cirka’, un colectivo de artistas circenses y performativas que nos juntamos para promover el arte urbano-circense, desde una perspectiva estética/educativa que dignifique el trabajo a través de la remuneración, se montan espectáculos de fuego, malabares, danza aérea, teatro, interviniendo en espacios públicos, centros educativos y teatros», cuenta.
Retos y desafíos
Entre los desafíos que Lissania ha encontrado a lo largo de su labor como gestora cultural en El Salvador, está el ejercicio de derechos por parte de quienes hacen arte y los públicos diversos, sobre todo en cuanto a la violencia laboral en los espacios públicos y privados.
«La carencia de políticas públicas que promueven el arte como un trabajo digno y leyes que regulan nuestras relaciones laborales es una realidad que profundiza la vulnerabilidad y son desafíos que se tienen que sortear a partir de diferentes estrategias legales y aun así, estamos en desprotección, muy a pesar de contar con una ley de cultura», explica.
Dedicarse al arte y la cultura también ha significado aprender a gestionar emociones, aprender a negociar con personas e instituciones que no consideran que el trabajo artístico y cultural también debe tener remuneración digna.
«Es un desafío, incluso a nivel personal reconocer que nuestro propio trabajo debe ser remunerado. La inexistencia de una industria es un ciclo interminable que nos lleva al mismo lugar de vulneración de derechos», afirma Lissania.
Para Lissania el arte sigue siendo el ‘punto artístico’ del evento y que, al carecer de espacios para la educación formal, sigue considerándose una ‘segunda opción’ y muchas otras veces ‘el hobbie’ que no necesariamente merece un pago.
Aprendizajes
De igual manera Lissania considera que el arte no solo sirve para ser artistas, también sirve para la vida al brindar herramientas para el desarrollo de habilidades, pensamiento crítico y creatividad.
«No tengo una fórmula para esto pero a pesar del pronóstico ‘no se vive del arte’ me encuentro aquí con 37 años, 12 de ellos dedicándome al arte y la cultura», agrega Lissania.
Es por eso que entre los consejos que puede compartir con otras nuevas generaciones de gestoras culturales está el insistir y persistir en los momentos más difíciles.
«Muchas veces va a ser difícil y van a sentir que no tiene sentido pero que en ese momento deben recordar que nada en la vida tiene sentido y que es de artistas habitar el sin sentido y aprender a disfrutar de ello, poner la cancion que mas te guste y bailar, haciendo de ese sin sentido en motor para el arte», finaliza.
Natalia Domínguez
«Me he desarrollado como artista visual. Mi obra artística fue por mucho tiempo una queja sobre injusticias sociales aunque personalmente no las viviera. Afortunadamente mi propuesta reciente es más coherente con la búsqueda espiritual en la que me encuentro y mis procesos están íntimamente relacionados con el cuido y la empatía. Mi obra pasó de ser cruel y cruda a ser una experiencia más esperanzadora».
Domínguez se ha dedicado al trabajo consciente y la enseñanza horizontal con enfoque en gestión cultural debido al contexto en donde la labor de gestión centroamericana va de la mano con cualquier proceso de creación artística.
«Nuestros contextos tienen mucha escasez profesional y crecí haciendo un poco de todo, gestionando, diseñando muestras, produciendo, etc. Mi proceso ha sido primitivo e intuitivo», expresa Natalia.
«Debido a este interés por la enseñanza horizontal, mis procesos curatoriales suelen ser largos y bastante íntimos con mi comunidad».
Natalia cuenta que perteneció a una familia que, «en medio del conflicto armado, pudo tener comodidades y dentro de esos privilegios, crecí con mucha sensibilidad hacia la educación artística».
«No fue fácil ser mujer, madre joven y artista. Mi obra no era decorativa y mi carácter menos, así que me costó más ganarme el respeto de los que dominaban las élites en mi país», afirma.
Desde su propia experiencia Natalia considera que el machismo sigue muy vigente, pero «maquillado con agendas políticas inclusivas». Para ella, las estructuras de poder siguen siendo «conservadoras, punitivas y poco tolerantes con discursos que no pertenecen a agendas actuales».
Experiencias clave
Para Natalia las alianzas son lo más importante, sobre todo «las relaciones tejidas desde la empatía, para poder construir procesos creativos con libertad de pensamiento. En contextos precarios como la mayoría en Centroamérica, ya es obligación dedicarse a la gestión, curaduría y producción. Es una vía más sana».
Si bien su labor como gestora le ha dado cierta popularidad, aún así Natalia opina que entre los obstáculos que enfrenta constantemente está el hecho de que los proyectos que ha desarrollado, como es el caso de Ensayo y Error, son mayormente realizados gracias a la venta de su obra o de fondos que pertenecen a otros rubros generados por las personas con quienes trabaja en equipo.
«Es poca la ayuda que recibimos de instituciones culturales. Y claro, aunque no se diga, como mujer siempre tengo que ganarme el derecho de piso y demostrar que puedo gestionar o curar una muestra profesionalmente», puntualiza.
Dalia Chévez
«Soy una tallerista, mediadora y artista que se interesa por procesos colectivos de resignificación y creación cultural. Me inicié en la gestión, sin saber cómo llamarla y por necesidad, cuando estaba en la universidad».
Dalia ha venido haciendo arte de manera autodidacta y aunque se ha tomado una pausa de la parte creativa, sigue conectada al arte y la cultura a través de su trabajo con los talleres artísticos y las prácticas curatoriales colaborativas.
Si bien para Dalia la gestión cultural es una labor de lucha para generar posibilidades reales de creación artística, también considera que este rol busca satisfacer las necesidades de expresión creativa que tenemos como seres humanos.
«La práctica artística se limita a entenderse y practicarse como un privilegio. Cuando se dice ‘Haremos arte’ muchas personas parten de expresar sus limitaciones: ‘No puedo dibujar’, ‘No puedo cantar’ y se cierran, sienten pena y miedo», expresa Dalia.
Asimismo, Dalia opina que en la educación de la región la práctica de la expresión artística no tiene peso y quien demuestra tener facilidad para expresar sus sentires de maneras creativas rápidamente es diferenciado como una persona rara, alguien que escasamente recibe apoyo.
«No se procura extender la experiencia a más personas, en vez de eso se practica el aislamiento y parece que la expresividad es un ‘don’. Quien no tiene el don no debería siquiera intentar escribir, cantar o dibujar. Y así vivimos (sufrimos), sin darnos cuenta, una castración de nuestras sensibilidades», afirma Dalia.
Esta práctica interna Dalia la considera violenta, pero simbólica, al notar el lugar que ocupa el arte y la cultura en la región: un lugar accesorio. Porque para Dalia no se ve la cultura como una práctica extensa tampoco.
«Este es un gran tema que solo puede quedar planteado como problema: arte y cultura. Porque tenemos que defender nuestro derecho a hacer arte y colaborar en la creación de la cultura como un hacer situado, acompañado y político», agrega Dalia.
«Recomiendo a otras gestoras que luchen, descubran y potencien ‘las grietas para la gestión posible’ que brotan desde sus espacios. Que no esperen por las grandes instituciones o las personalidades. La labor gestora ‘desde abajo’ puede dar a luz proyectos muy innovadores y potentes —pequeños, frágiles, efímeros— en su bella rareza».
Desafíos y aprendizajes
Dalia considera que la labor de gestora pasa inadvertida como tal. La necesidad de ganar espacios, de alzar la voz, de posicionar una situación hace que la práctica no sea tan evidente como debería.
«Como mujer, valoro que seguimos luchando por expresarnos como mujeres situadas y diversas. Me molesta cuando se nos pide conformarnos con participar en agendas que potencian una manera ‘de ser mujeres’ que parecen inocentes pero no lo son», expresa Dalia.
Por ejemplo, «las muestras de mujeres que se limitan a pintar flores porque se enmarcan en el Día de la Mujer». Estas imposiciones, agrega Dalia, vienen muchas veces de los espacios en donde se genera la gestión como tal. Para ella, saber explicar, luchar y abandonar (cuando se requiere) es un desafío tan práctico como ético.
«Hablar como mujer requiere también enmarcarse entre otras mujeres. Aceptar que no existe un bloque homogéneo de «ser mujer» (desde el cual ejercer) es necesario para no obrar como tirana o salvadora», puntualiza.