Las barreras de idioma no fueron un impedimento para que cogiéramos, lo poco que hablábamos de danés, español o inglés era suficiente para que pasara muchas noches en su cama con la excusa de que su cuarto era más caliente que el mío, aunque ambos sabíamos que lo que queríamos era interactuar con algo que no fuese una mano o un vibrador.
Aunque el sexo no era tan bueno —y no, no porque él no estuviera dotado— era lo seguro. Si en las noches no conseguíamos nada más o si necesitábamos compañía para un café solo bastaba un mensaje y nos encontrábamos.
Nuestra relación era un sexo de relleno, más una compañía por las tardes: al final, cuando estás a un océano de tu casa no esta tan mal tener eso.
Entre tantas noches, hubo una muy peculiar que no olvido y, desgraciadamente, no por las razones que quisiera.
Teníamos meses de conocernos —coger— y ya teníamos cierta confianza. Yo sabía que él odiaba el condón porque no entendía el problema de no usarlo y él sabía que me gustaba poder comer bien en su casa.
Después de una noche típica de bacanal, regresamos e hicimos lo habitual: beber té, cambiarnos y acostarnos. Cada uno sabía lo que tenía que hacer, y ya con una excitación predispuesta nos empezamos a besar, a tocarnos y a quitarnos la ropa.
Recuerdo muy bien los movimientos: era como un patrón. Su mano directo a mi vagina y los movimientos ya conocidos.
Mientras decía palabras en danés que no entendía, yo… me enfocaba en comportarme de forma sexy —más para mí que para él.
Había aprendido que si quería un buen polvo, debía ir arriba y esa noche deseaba uno, con mucho afán.
Así que, para disfrutar desde el preámbulo de la famosa puntita hasta alcanzar el orgasmo le puse el condón y me subí en él.
Estábamos en una posición que particularmente me encanta, él acostado y yo sentada en él. La sencillez de la postura da para tanto, estar expuesta y saber que él te mira es una imagen excitante. Además, tener el control es deliciosamente rico.
Estaba envuelta en una atmósfera de coqueteo y sensualidad. Quería sentir muy bien el grosor de la cabeza de su pene antes de sentirlo todo y para eso estaba jugando con mis caderas y su puntita de una forma muy placentera.
Me había olvidado de él porque todos mis sentidos estaban enfocados en el vaivén de mis caderas y la profundidad de los movimientos; saber qué tanto meterla para disfrutar, pero dejar para después y sentirla completa tiene su ciencia.
Mientras jugaba con su puntita y mi vagina, él dijo algo en danés que nunca supe que era y tampoco me importó porque era usual que hablara en su idioma.
De repente, escuché “pará, pará eso ya” e inmediatamente sentí que agarró mis caderas y las bajó de un golpe hacía su pene, introduciéndolo sin más ni menos con un toque de violencia que me asustó.
Me empezó a mover bruscamente de arriba hacia abajo como si fuera una muñeca de plástico y él su dueño.
A partir de ese momento, la atmósfera de sensualidad desapareció llevándose mi placer y él estaba empeñado en meterla y sacarla aunque yo estuviera inmóvil.
Me costó entender qué estaba pasando, es decir, en qué momento tuve que dejar de disfrutar porque él quería llegar, terminar o demostrar que tenía poder.
No recuerdo cuánto tiempo pasé así hasta que terminó, pero mi cabeza estaba repasando su frase mientras mi vagina recibía un pene que no respetó su tiempo ni su placer.
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