Tuve el temor que el sabor fuera todo menos agradable, pero con valentía me dispuse a salir de la duda y llegar a la verdad de sus labios.
Mi primera novia era de mi edad pero tenía mucha más experiencia que yo. Sin embargo, no me tomé la molestia de investigar porque quería que mis instintos fueran haciéndose cargo de cada situación. Recuerdo nuestro primer intento serio, fue en el asiento trasero del carro de su mejor amiga. Mi novia lo propuso y su amiga, sin ningún prejuicio ni molestia, le prestó las llaves.
Era mi primera vez y luego de toquetearle todo lo que quise, me temblaban las piernas. En la cabeza pensaba «qué pasa si no lo hago bien«, «y si no siente placer», «será que de verdad le gusto», «clase loquera que esta fue mi excompañera de clases». Mi nerviosismo se hizo más evidente cuando empecé a hablar y decir tonterías, pero ella se reía —quizás de mí o quizás de lo que decía… nunca lo supe—. Aunque no pasó nada porque sus amigos llegaron antes, no lo cuento como un completo fracaso.
El siguiente intento, otra vez iniciativa de ella, fue en la sala de mi casa. Era casi medianoche y mi papa dormía en la habitación contigua. Me acuerdo que el reflejo de la luz de la cocina se coló por las persianas y quedó una franja justo en sus ojos y le noté esa mirada felina diciendo prácticamente «cógeme». Eso me encendió y decidí que esta vez no me temblarían las piernas.
Nos besamos como parte del inicio del más viejo de los ritos. Luego llegaron las caricias y después un par de sus gemidos cuando rozaba sobre su ropa interior. En ese momento, la convencí que era mejor irnos a un cuarto al fondo, que igual no tenía puertas, pero al menos era más discreto- creo que a ella le excitaba la idea de que alguien podría llegar de repente-.
Con espíritu de exploración, con calma y paciencia fui palpando texturas, humedad, ritmos. A ella pareció gustarle y así fuimos llegando al momento de la verdad pero de la horrible verdad. Ella levantó la mitad del cuerpo y nos fuimos acomodando mientras yo pensaba que lo que venía era un 69, cosa que no me agradaba, pero para mí alivio —momentáneo— su trasero y su vulva fueron quedando cerca de mi cara mientras sus manos estaban apoyadas en mis piernas y con mi nariz, muy cerca de su ano, pude sentir el fétido olor a mierda característico de esta región del cuerpo.
Casi vomito, pero la decisión de terminar lo empezado de una vez y de saber finalmente a qué sabe una vagina —y algo de estupidez temeraria, porque qué tal si me hubiera enfermado— me llevaron a aguantar la respiración y tratar de acomodar su cuerpo para probar solamente esos labios amargos y dulzones cuyo olor, para mi desgracia, se mezclaba con esa peste.
Tuve el temor que el sabor fuera todo menos agradable pero con valentía me dispuse a salir de la duda y llegar a la verdad de sus labios internos y externos, haciendo mi mejor esfuerzo por aguantar la respiración, hasta que se vino un par de veces mientras trataba de encontrar con mi lengua si había algo debajo del clítoris.
Fue pura tenacidad, porque luego de esa vez decidí prevenir y solo inmediatamente después de bañada lo volvería a intentar, para comprobar si esta vez lo disfrutaría más.
Debo decir que fue un éxito porque me gusta; encuentro que el sabor es similar al mango o a la almendra pero… creo que se siente un poco salado debido al sudor de este clima tropical.
Y esa es mi historia real, que no le pasó al amigo de un amigo, sino a mí…
Tlazolteot
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