Por Reyna Membreño.
Vivo en una zona muy transitada donde en su mayoría hay negocios. Mis padres siempre me cuidaron de que no saliera a la calle sin alguien mayor que me acompañara, yo la verdad no entendía del todo por qué hacían eso y hasta ahora, que ya estoy más grande, fue que me di cuenta: los hombres, sin sonar un poco feminista -y aclaro que solo los hombres-, no tienen raciocinio de lo que hacen. La mayoría están todavía enfrascados en la edad de piedra, en el «amor a lo cavernícola», que piensan que una mujer va a caer rendida a sus pies con su modo tan bruto de hacer las cosas.
Mi recuerdo más antiguo es de un día cuando apenas tenía 13 años en mitad de la calle, en la propia línea amarilla. Estaba yo esperando mi turno para pasar cuando de pronto una camioneta pasó muy lento detrás de mi a tal punto que un hombre que iba en la tina me dio una nalgada. Yo asustada grité lo más que pude para ver si alguien hacía algo, pueda ser que los hombres hacen las cosas por impulso o tienen un cerebro tan avanzado que pueden maquinar cosas terribles en una fracción de segundo.
Estaba asustada, horrorizada de que en plena calle haya sucedido eso y nadie dijera ni hiciera nada. Desde ese entonces no me atrevía a salir sola a ningún lado, las chifletas y piropos del mal gusto formaron parte de mi vida hasta tal punto de ya no importarme. Es el precio que tengo que pagar por vivir en una calle principal y tan cerca del comercio, cada vez que yo salgo a la parada del bus tienen que haber sus cuatro o cinco idiotas que me tiran besos, me dicen cosas que no me agradan y me llaman por nombres diferentes -digo yo- «para ver si por casualidad le atinan al mío».
Hablé con el jefe de una gran ferretería que es en donde mas acoso recibo y que queda justo en frente de la parada que uso para esperar el bus que me lleva a la universidad. Me dijo que iba a hablar con ellos, pero parece que la cercanía que sostiene con mi familia -es «amigo-vecino» de toda la cuadra- no importó, porque ya son 10 años que he vivido acoso por parte de sus trabajadores y que -no sé si llamarlo afortunado- menos mal que solo es verbal, porque si fuera físico ya me habría vuelto loca.
Creo que crecer con eso, escuchando un montón de mentiras no ayudó mucho a mi autoestima. Fue hasta mis 18 años en que pude confiar en un hombre que no fuera mi padre o un familiar. Ahora cada vez que paso con mi novio por el lugar no me dicen nada, el problema es que me encuentre sola. Ahora, con casi 23 años, lo único que me da es pesar, no por ellos, sino por sus esposas o hijas y peor aún por sus hijos que van a crecer con ese ejemplo.
Pero eso no es todo. Recientemente se abrió un taller de motos al lado de mi casa. Mi vecina -que es como mi abuela- al quedar viuda no le quedó de otra que alquilar la casa que habría sido el nido de su familia y la dividió a pedazos que alquila como apartamentos, pero el porche lo partió en dos y dejo que un grupo de hombres abrieran ese taller de motos. No había ningún problema hasta que al pasar por ahí para ir a la venta comenzaran las chifletas tan ordinarias de los hombres vulgares, hablé con mi vecina y me entendió, me dio la razón y hablo con ellos. Se calmaron las cosas.
Un día que mi hermanita de 16 años me pidió una lámina de poroplás de las cuales venden al otro lado de la calle en una gran distribuidora, pensé en pedirle a mi novio que me acompañara pero solo era de cruzarme la calle y lo dejé en el porche viéndome a lo lejos. Cuando me di cuenta estaba detrás de mi, rojo, enojado con un cigarro que se acabó en un dos por tres, con mala cara, erguido totalmente. No le pregunte qué tenía porque sé bien cuándo se pone en esa posición.
Nos cruzamos la calle y en el camino se paró frente al taller como esperando algo. No me di cuenta hasta que mi mamá me preguntó si no había escuchado todas las idioteces y bazofias que me habían dicho los del taller. Yo le dije que no, pero ella me respondió que ella y mi novio sí, que les gritó y que detuvo a mi novio porque iba directo a pelear con los hombres del taller. Obviamente fui regañada por no esperarlo, pero en ese momento di gracias por ser medio sorda, consecuencia de vivir en una calle bulliciosa.
La cereza del pastel
Hace 4 días en donde iba en moto de lo más tranquila con mi novio, pero una cuadrilla entera de ENACAL apareció y dijo lo que quiso, ni el chofer se quedo atrás, nosotros los aventajamos en los semáforos del Hugo Chávez -por Carretera Norte- y esperamos a que cambiara verde para poder entrar en la marginal de Waspan, pero nos aventajaron y se dieron gusto de decir cualquier locura. Yo nerviosa porque ya mi novio no podía más le dije que los aventajara o que los dejara ir, pero no pudo.
Los aventajo y paró en seco haciendo que el camión frenara también, aquel hombre indignado todavía por la mala maniobra se quejó, y ahí se descargó la ira que traía mi novio, yo solo lo abrazaba y le decía que no se bajara de la moto, tenía miedo de que todos esos hombres le hicieran daño, pues sabía que me estaba defendiendo, pero no podía dejar que se metiera a problemas en donde ellos tenían la ventaja numérica y en fuerza.
Nos fuimos a mi casa en donde se me posó un dolor de cabeza que no salió de mi hasta las 10 de la noche, y estoy hablando que pasé un rato bien asustada, pálida y temblorosa, pero no por mí, sino por el problema en que pudimos habernos metido solo porque me puse una licra negra y una camisa que aunque era grande y algo larga, no bastó para escuchar todas esas cosas.
Lo más triste e indignante fue que una mujer iba en la cabina con el chofer en risas por lo que estaba pasando. Entonces me pregunto: ¿estará la solución en cambiar la forma de vestir? Yo creo que no. Me considero una mujer que no se viste «provocativa» por miedo a que pasen cosas como éstas y aun así pasan.
Tengo miedo por todas las mujeres que vivimos esto a diario.