Eran las once de la noche. Estaba sentada en una mesa vacía en un bar de La Calzada, en Granada. Observaba la gente que acostumbra visitar la ciudad aprovechando la Semana Santa. Había ruido, tumulto.
Yo solo quería distraerme, relajarme mientras observaba a María, mi amiga, quien estaba sentada en la mesa del frente discutiendo con su novio Armando.
Él, celoso, la cuestionaba porque se había enterado que un tipo la estaba pretendiendo, como si ella tiene “culpa” de que alguien nos pretenda, como si los hombres son nuestros dueños, o piensan que somos las responsables de los piropos, o de situaciones machistas, aunque de alguna forma somos responsables del grado que permitimos y sobre todo hasta el grado que reproducimos el patrón machista que las madres enseñan a sus hijos e hijas.
Y no estoy de acuerdo con su discusión, pero María no piensa igual que yo. No es que yo tenga la razón. Es que ella considera que una mujer provoca las situaciones, lo que para mí es el reflejo claro del pensamiento tóxico que nos afecta como sociedad.
He decidido contemplarla, cuidarla desde lejos. Estoy segura que tarde o temprano ella lo dejará. Igual acá sólo observo que discuten en silencio, noto sus gestos y sus malas caras. No quería interrumpir, ni ser “mal tercio” o bien “andar de violinista”, estar de “mequetrefe” mientras ella resuelve su vida amorosa.
El mesero me lleva el trago que recién ordené y disfruto del poco viento que sopla mi cabello mientras doy un sorbo. Todas las mesas están ocupadas, es temporada alta. Yo sólo veo el ir y venir de los turistas que con su ropa de verano disfrutan el andar por esa ciudad que se dice caracterizar por su seguridad en el país donde suponemos reina la felicidad.
Es penoso, pero necesitamos sentarnos, vos estás sola y quizás no te haga mal un poco de compañía, te prometo que sólo será un momento” —fueron las palabras de un chico de buen vestir, con acento y apariencia de nicaragüense, como yo.
Le vi a los ojos, pensé ¿por qué no?, igual es cierto, todo estaba demasiado lleno y yo estaba entre inquieta y desesperada por esperar a María, podría ser una buena idea socializar mientras estaba pendiente de su discusión, eso me permitiría vigilarla sin ser tan fantasmagórica.
El tipo parecía amigable, “normalmente la gente que es de fuera se conoce” —me dijo mientras pedía con su mano una cerveza victoria al mesero.
Era una noche calurosa, yo sorbía mi trago, que estaba entero. Luego me disculpé, necesitaba ir al baño. El chico educadamente dijo que me esperaba.
Al regresar empezamos a conversar sobre lo convulsa que era Granada, me dijo que conocía muchos lugares hermosos y que si quería podía ser mi guía turístico. Yo le dije que gracias pero que estaba muy cansada y que dentro de poco lo más probable es que me marchara. El chico educadamente dijo que no había problema, que todo estaba en orden.
Pasó un momento, me despedí, el chico sonrío. Intenté levantarme, sin embargo mi cuerpo no respondía. No podía despegar los pies del piso. Otra vez hice el impulso, pero me era imposible. Mi cuerpo pesaba como el plomo. Me mareé. Veía a la gente como si fueran sombras. Apenas podía distinguir los sonidos que se traducían en sollozos, era como si mi cuerpo estuviera dormido estando consciente.
El chico llamó al mesero, pagó la cuenta. Me abrazó como si fuera mi íntimo amigo. Yo quería dormir. Me alzó de la silla y me envolvió en sus brazos mientras caminábamos.
¡Ey!» —gritó María.
Armando se levantó y le atravesó el paso al desconocido que me llevaba. Le preguntó que qué estaba haciendo. El tipo dijo que nada, que yo era su novia y que me llevaba a casa. María estaba atónita, por un segundo ella miró mis ojos. Hubo un silencio. El tipo me soltó. María me agarró para evitar caer al piso. Armando me cargó. El tipo salió corriendo.
Armando y María me llevaron cargada a la habitación del hotel donde estábamos instalados. Él se retiró del cuarto. María me acostó y desvistió, tocó mi piel, vio que tenía fiebre, me dio agua helada, me arropó, me cuidó. Me dijo que cualquier cosa le avisara. Apagó la luz y cerró la puerta.
Al día siguiente la cabeza daba vueltas y yo preguntándome cómo es posible que un solo trago que ni siquiera me había acabado me dejara tan borracha, cómo la que estaba cuidando a María se convirtió en la cuidada, por qué me pasó.
Después de un tiempo me enteré que a las bebidas les ponen gotas, en el mundo popular es el gotero “violador” lo que el tipo había puesto en mi bebida. Se venden por internet e inclusive en algunos sex-shop. Doy mi nombre y testimonio porque esto pasó. A mí, la nica, en un lugar público, en una ciudad segura. Muchos dirán “andaba de vaga”, la verdad es que no.
Y aunque fuera así eso no importa. Lo que sí importa es la reflexión de a cuántas gringas, gringos, nicas, personas centroamericanas nos han hecho lo mismo, ¿a cuántos? , la vergüenza, la “culpa” consume. ¿Es correcto quedarse callada?, ¿qué hubiera pasado si María y Armando no hubieran estado ahí?
La verdad me doy cuenta que hay muchas cosas que suceden y que nadie se entera. Ya es hora de empezar a hablar sin tener la menor vergüenza; quien debe tener vergüenza es él, no yo».
Escrito por Illimani de los Andes
…muy buena decicion, la felicito, lastima q aun son contadas con los dedos de las manos las personas como tu