Cuando estaba en primaria me incomodaba mucho escuchar decir a mi profesor de historia “la historia del hombre”. Yo, molesta, le reclamaba a mi profesor y le indicaba: «y de la mujer, y de la humanidad…» Era un estribillo recurrente cada vez que algún profesor o profesora (sí, también las mujeres tendían a olvidarse) no tomaba en cuenta mi sexo a la hora de referirse a grandes acontecimientos históricos o a la historia en sí. Y eso que es «la» historia, en femenino.
Algunos corregían, para volver a caer en lo mismo en la siguiente sesión de clases; otros se reían de mi sugerencia; muchos me ignoraban. Otro tanto me llegó a llamar «radical», término que hizo eco en la voz de más de algún compañero. Yo seguí con la firme convicción de hacer palpable a mi género en el lenguaje y en tratar de hablar en neutro, de modo que así pudiera incluir tanto mujeres como hombres y hoy, en los tiempos que corren, a cualquier género que reclame su derecho a ser tomado en cuenta.
Al pensar así yo no había escuchado sobre el «lenguaje inclusivo». Me di cuenta de su existencia ya con el pasar de los años, al ir creciendo y notar la repetición de la invisibilización o ignorancia de un género por otro en la secundaria, la universidad, la propaganda, en los periódicos, en la TV…
Si bien compartí el argumento de que era más sencillo hablar a como siempre se ha hablado y que decir «los y las» o «las y los», valga la redundancia, era cansino y hasta se llegaba a considerar ridículo, nunca tome en cuenta esta segunda observación. Me rendí un poco en la lucha de corregir al profesorado en el aula de clases y mi habla tendió más a adecuarse a la del resto que a tratar de educarla, para poder ser entendida.
Pasaron los años y redescubrí mi necesidad de definir mi espacio, mi voz y la del resto de las mujeres en un mundo donde se nos ignora, se nos menosprecia o se nos subordina; en donde los hombres se ven obligados a asumir un papel entre sí y a no poder contar con la experiencia y visión de nosotras, a causa de los prejuicios y discriminación que muchas veces nosotras mismas llegamos a perpetuar (como mis profesoras de historia, por ejemplo).
Afortunadamente, la realidad se va modificando poco a poco si se lucha por ello. Escuchar, argumentar, analizar, discutir y finalmente proponer es lo que me ha dado resultado.
Hoy quiero hablarles sobre el lenguaje inclusivo y de su uso más allá de las organizaciones que buscan emplearlo en su interior, para mejorar el respeto y trato entre sus empleados y empleadas. Trasladarle del plano burocrático a la realidad.
El lenguaje inclusivo (o lenguaje de género) busca generar cambios en la comunicación sexista, sea ésta consciente o inconsciente, que suele manifestarse en el lenguaje. Es importante tomarlo en consideración ya que las palabras expresan nuestra visión del mundo y de las personas. Un mensaje orientado únicamente a determinado sexo genera desigualdad simbólica que prontamente pasa a ser palpable en la vida diaria, en las relaciones sociales y en la sociedad en general.
Los detractores de esta alternativa al sexismo lingüístico argumentan desde posturas del tipo “atenta contra la gramática”; “es repetitivo”; “es una pérdida de tiempo”; “la Real Academia Española no lo aprueba”; “eso le compete al estudio de género” y demás. Estas opiniones revelan una oposición al reconocimiento del papel que mujeres y hombres muchas veces desarrollan, contrario a los roles tradicionales adjudicados según su sexo: ahí está la abogada, el amo de casa, la administradora, el enfermero y demás.
El lenguaje tiene múltiples formas de comunicar un mensaje, por lo que emplear un lenguaje que no resulte discriminatorio debería verse con aprobación y alentar su uso.
La inclusión no busca ser una transformación del idioma; más bien busca aprovechar sus posibilidades para transmitir mensajes, mensajes que no aíslen a un sexo de otro sino que pretenda sacar a la luz el respeto e igualdad entre hombres y mujeres, por medio del mero acto del habla, sea esta oral o escrita. También las imágenes son lenguaje, por lo que las propuestas de inclusión las abarcan.
Con respecto a que la RAE no lo aprueba, es menester que estos supuestos seguidores de la institución se den cuenta de que la RAE atiende a los cambios sociales reflejados en el uso de la lengua, y que está en constante revisión de sus términos por lo que, si bien no se inclina a reformular las reglas gramaticales según lo propuesto por el lenguaje de género, sí ha incorpora poco a poco variedad de términos tanto en masculino como en femenino a medida que se reconoce la participación de ambos sexos.
Nuestra forma de hablar no le compete sólo a los estudiosos de la teoría de género, sino también a todos y cada uno de nosotros, ya que los prejuicios y la discriminación por género se hacen presentes mediante nuestra manera de comunicarnos.
Actualmente me sigue cayendo mal que no me incluyan en “la historia del hombre”.
Sin embargo, trazar mi propia historia por medio de mis palabras, ver cómo la van trazando muchas otras mujeres, hombres, niños y niñas, adultos mayores y el reconocer que el lenguaje permite la manifestación de ideas y concepciones propias del mundo, notar el reconocimiento y aceptación de opiniones por el simple hecho de cambiar la manera de decirlas y hacerles oír… Me hace reflexionar en el poder de las palabras y en no dejar de repetirles a mis profesores que, al lado de la historia del hombre, también se hizo la de la mujer, y la de toda la humanidad.
Escrito por Palmerita